LA ENVIDIA

          El envidioso se sumerge en la nebulosa del dolor, como lo hace un asteroide negro y pesado incrustando su deformidad entre los hermosos rayos de luz estelar. Es imposible entender cómo un ser humano, construido con el amor de millones de células asociadas en una armonía eterna, sea siquiera capaz de sufrir con el bien que ocurre ante sus ojos.
           La envidia es diabólica, porque sólo ella es capaz de disociar, de separar los elementos más profundos de la psique, apartar sentimientos profundos y distanciar a las personas que viven junto a ti. Ella entra a través de los oídos, de los ojos , de la mente del sujeto, de ese ser único y absolutamente solo y cuando la soledad es tormentosa, fría y resultado de desprecios, se revuelve contra la propia persona buscando ser el único protagonista de la consagración de la primavera.

         La envidia es poderosa, más fuerte que la fe, que el amor, es capaz de socavar el corazón diamantino más puro e introducir sus humores negruzcos en las palabras y las miradas de la persona a la que has llegado a amar  de verdad. Ser envidioso debe ser un tormento, el infierno reservado sólo a aquellos que desea ir, que buscan la perdición porque no son capaces de sentir y de pensar en el pensamiento del otro. El envidioso sólo se ama a si mismo, y ni siquiera eso, porque amarse es una expresión y dimensión del amor y este no se entiende si no va más allá de la propia vida. No hay cosa más abominable que la madre que envidia a la hija o al hijo, de la envidia al hermano, de la envidia por el éxito y la gloria ajena, el querer ser lo que no se puede, pretender constituirse en quinto elemento de un cosmos inexistente y doloroso. Ser envidioso es vivir sin piel, sin la belleza de la generosidad, del saber ponerse en el lugar del otro. Se envidia la gloria y hasta el dolor de los demás, porque lo importante es ser el personaje principal del teatro del mundo.
        Lo peor de todo es que el envidioso se convierte en un extraño brujo, capaz de invertir y retorcer los sentimientos, convirtiendo lo bello en marchito. Ante esos sortilegios sólo existe el escudo de la sencillez y de la verdad.






         Hoy soy feliz, porque jamás he envidiado a nadie ni a nada, no porque me crea a mi mismo modelo de vida o de esperanza, sino porque sé amar. Admiro lo admirable de los demás y cierro los ojos ante sus carencias, igual que lo haría un amante con otro. Hoy descubro cosas hermosas en mi alma y me siento  lleno de paz. Jamás he envidiado y me sobra el asombro ante esta realidad que, aunque parezca que no, sí que existe.

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