La invitación

Es en esos momentos, en los que el frío, las fechas y compromisos encierran al resto de viandantes, que vuelves a ser tú. Cuando la noche no deja proyectar tu sombra, y, para ser visto, tendrás que iluminarte o ser iluminado. Algo en tu caminar indica un rumbo al que no estás seguro de querer marchar.
El camino que inevitablemente acabarás tomando como recorrido esa noche. La noche en la que el valor de la familia, relaciones e hipocresía se sublima.

Comienzas, andas con la nariz rojiza y goteando; contrastando con la palidez de tus mejillas. El vaho se descuelga lentamente de tus agrietados labios y se eleva hasta perderse ante esa visión de un cielo nocturno, nublado, que te hace incapaz de ver las estrellas con las que compartes el silencio de una noche en la que la tradición te espera.

Ves a los más rezagados apurando en tiendas de comestibles las últimas compras. Las botellas, frías y húmedas, se dejan ver gracias a que el agua pega el plástico dedde la bolsa, al cuerpo de vidrio. Lo que en otra situación podría tener un marcado contenido erótico , te recuerda, ahora y sólo hoy, al compromiso con la impuesta felicidad. Felicidad que ansías tener, pero de la cual te empujas a renunciar un año más; como si así consiguieses honor, satisfacción o la aprobación de algún ente intelectual superior.
Esto te produce una doble fustigación, producida por la suma de tu deseo de disfrutar y de ser alguien en esa mesa.

Tu caminar prosigue, con el confort que produce el abrigo del fieltro de esos bolsillos que esconden tus manos un tanto resecas, pero que revelan la juventud de tus días y tu poca experiencia en la práctica del vivir.
Una vez más miras a lo alto, girando tu cabeza en busca de lo que tienes delante y no quieres ver. Percibes no una, sino decenas de luces que avisan de la fecha y de la hora. Y tú, en medio de esos flashes permanentes , de luces amarillas con vetas de colores propios de esa noche, permaneces desfilando por esa ordinaria pasarela. Sigues con el ritmo perfecto para alargar tu agonía ante el choque de lo inevitable. Pero sigues con el ritmo que te hará llegar al hogar de las personas que ignoras; de esas de las que te escondes o evitas cuando las ves por esa misma pasarela en días más rutinarios.

Crees que la voz que sale de tus auriculares e inunda tus oídos te hará sentirte menos solo. Crees que así te cubres con el escudo de la indiferencia. Un escudo que en vez de rechazar los ataques de tus creencias, las lanza con aún más fuerza al corazón que late imparable en el cuerpo de tan joven aficionado a contradecir el dogma.

La primera llamada, la del portal, es siempre más sencilla que la segunda. Todavía te quedan uno o dos minutos para empezar a fingir o a ser tu mismo; para disfrutar o caer en el abismo de la insatisfacción y el autosabotaje.

La segunda llamada. Un timbre agudo al que le seguirán unos pasos rápidos, como si quisieran que tu desafío comenzase lo antes posible, marca el preludio de lo que puede ser diamante o circonita.
El deber de sacar joyería o bisutería de esa noche se inicia con el sonido de la cerradura.

Esperas con la más fuerte de las ansias que tras esa puerta, fría por fuera pero caliente de cara al hogar, haya una sonrisa profunda y un abrazo tan intenso como real, que te permita el lujo de no fustigarte. Ansías ese empujón que te de el derecho del disfrute y su aceptación. Esperas amor tras la puerta y que se mantenga durante las horas que siguen a tus primeros casos en ese hogar camuflado entre otras muchas luces.

22-12-2016 ACB

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