En la calle de la Caldedería, se reunían los comerciantes a tomar el té. Aun continúa la tradición en innumerables tetrerías, con sabor árabe. las calles del Albaicín conservan el trazado musulmán desde el S.XIV,
Los días se hacen más largos en las tardes de verano, parece que el calor ha dilatado los átomos de tiempo, las partículas que construyen la respiración. Aquel verano fue especial, como todos los veranos, como todos los crepúsculos vividos rodeado de mar y de sal. El crepúsculo acuchilló la nostalgia y sólo pude adivinar entre las multitudes de veraneantes el perfil de tus ausencias. No es que me importe, o que me duela el que desaparezcas, la vida consiste en eso, en dinámica, en realidades que desaparecen y otras que surgen. Pero envidio la serenidad de las estatuas, en sus presencias eternas, desenterradas de un pasado que siempre es presente. La mirada de la estatua se pierde tras de mi, en un horizonte ciego y hermoso. Indiferente a las miradas que le desean y pretenden arañar su epidermis de mármol. Su presencia es pura superficialidad, pura apariencia, invocando un interior que está únicamente dentro de aquel que la contempla. Sentirme estatua e
A R. le gustaba cuando él le tomaba de la mano. Era una sensación especial, aquella mano cálida y áspera, tan intensamente masculina, curtida por el trabajo y guiada siempre por la audacia de aquel que tiene inquietudes y no tiene miedo. -."Me gusta estar así".- dijo R. con timidez, casi con miedo a romper la calma de un lago interior pacífico y hermoso.- Siguieron así unos instantes dejando pasar la brisa de la tarde ante sus rostros, dejándose rozar por el crepúsculo rojo y violeta del sur del eterno sur. -."Creo en ti y sabes que me das esperanza".- recitó R. como un susurro, casi como una oración a un Dios misterioso y cercano. -."Ja ja ¿Por qué dices eso?".- contestó él sin mirarle, dejando sus ojos perdidos en el horizonte. -."Porque me apetece decirlo...no sé".- Seguramente era porque R. tuvo escasas experiencias de calidez, o porque aquella mano le daba la seguridad que las tormentas de la vida no le dab
Echo de menos el perfume de las rosas de mi infancia. La fragancia misteriosa y maravillosa, la cual era incapaz de describir. Recuerdo aquellas tardes en las que se las llevaba a mi madre. Rosas de terciopelo rojo, rosas anaranjadas y grandes. Rosas de luz del sur. Echo de menos sus espinas gruesas y juntas, sus pequeños pulgones que yo mismo retiraba con mis diminutos dedos de niño. Los pétalos de las rosas se abrían y rizaban en sus extremos, aun recuerdo el roce de ellos en mi cara y como caminaba rápido hacia casa, subiendo las escaleras y, sin poder hablar, extender la mano portadora de la rosa ante la mirada tierna de mi madre. Echo de menor las rosas de mi infancia, y sé que jamás volverá a florecer flor parecida a aquella.
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