EL VIEJO PROFESOR

         El viejo profesor parecía caminar sin esperar ya nada de la vida. Era como si lo hubieran  arrancado de las fotografías que adornaban los pasillos del Instituto, porque salía  en todas con el mismo traje. Ya había olvidado sus comienzos, cuando aquel joven profesor ganó su plaza en un pueblo olvidado de las montañas. Allí dejó sus mejores años, sus más brillantes iniciativas. Luego su vida pareció mejorar cuando le llegó el ansiado destino en la ciudad, en un instituto histórico donde se había de codear con catedráticos y otros profesores más jóvenes que, curiosamente, habían alcanzado antes que él un puesto definitivo en este lugar.Pero su personalidad se difuminó entre papeles, clases y   prisas.
         El viejo profesor está solo, había descubierto que , en la vida, no hay nada trascendental, ni siquiera la docencia. Enseñar no es más que un paso, un camino intermedio en la vida del estudiante, en el que todo se centra sobre una meta, y que una vez conseguida, los medios ya no son nada. Por eso los profesores pasan, como pasan los años, o los viejos libros de texto.


          Toda esa mística de la docencia que le transmitieron en sus comienzos y en la que creyó durante mucho tiempo, había desaparecido. Que el profesor era una especie de escultor de espíritus, y  esas sandeces que le llevaron a ser un hombre absolutamente gris.
         El viejo profesor contempla cómo antiguos alumnos han llegado al éxito profesional y parecen felices, y siempre sabiendo que estudiaron la mitad de lo que él estudió.
         Su cansancio y su desilusión no le quitan dignidad, se sabe importante, escuchado, sabe que sus afirmaciones centran el interés de sus alumnos y sus ojos cansados despliegan autoridad.
Ahora sólo sabe esperar no sabe qué, y continua releyendo sus clases para un auditorio eternamente joven.

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