OJOS DE ESTATUA

       Los días se hacen más largos en las tardes de verano, parece que el calor ha dilatado los átomos de tiempo, las partículas que construyen  la respiración.
         Aquel verano fue especial, como todos los veranos, como todos los crepúsculos vividos rodeado de mar y de sal. El crepúsculo acuchilló la nostalgia y sólo pude adivinar entre las multitudes de veraneantes el perfil de tus ausencias. No es que me importe, o que me duela el que desaparezcas, la vida consiste en eso, en dinámica, en realidades que desaparecen y otras que surgen. Pero envidio la serenidad de las estatuas, en sus presencias eternas, desenterradas de un pasado que siempre es presente.




         La mirada de la estatua se pierde tras de mi, en un horizonte ciego y hermoso. Indiferente a las miradas que le desean y pretenden arañar su epidermis de mármol. Su presencia es pura superficialidad, pura apariencia, invocando un interior que está únicamente dentro de aquel que la contempla. Sentirme estatua es no sentirme, mirar con sus ojos pétreos y pulidos, o en esas cuencas vacías de las estatuas de bronce antiguas tal vez me permitan percibir una realidad más serena.

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