LA CASA ROJA
Eran las seis de la tarde, una de esas tórridas tardes de verano , en la que la humedad cubría la atmósfera como un toldo de plomo. Nadie por las calles, sólo una ligera brisa que arrancaba el susurro de las palmeras. Fue entonces cuando apareció, por en medio de las celosías rojas, aquella mujer. De cabellos claros y rostro dulce, con su media sonrisa siempre dibujada en los labios. Su vestido blanco y vaporoso se movía rápidamente agitándose, como un velo en el atrio de un templo antiguo. Sé que no me has visto, aunque esté bajo tu balcón, suplicando oir tu voz una vez. Sé que no me verás jamás, porque, sobre todo, yo nunca lo permitiría. Prefiero arrastrarme sobre la tierra de tu santuario, y sentir el agua que cae de tus rosales.
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