SOLEDAD
Le llamaban Soledad y nadie estaba seguro de conocer su verdadero nombre. Siempre sonriente y pensativa, la viejecita caminaba sin hacer a penas ruido. Solía aparecer por las calles con su ropa gris descolorida y su delantal impoluto cuando nadie estaba, cuando más azotaba el sol del verano, o en las frías noches del invierno granadino. Soledad vendía chuches, caramelos y baratijas,que portaba en su cesto ancho y cargado.
Dicen que de joven fue puta, o la entretenida de un falso riquillo de pueblo;y aunque tampoco nadie lo pudo nunca asegurar ella nunca lo negó.
Soledad es valiente, porque la vida le ha abofeteado cruelmente, ha sentido caricias y golpes de hombres y las miradas lastimeras de beatas y santurronas de misa diaria. Tuvo un hijo, eso dicen, pero desapareció para siempre cuando se marchó a la mili, allá por Barcelona.
Soledad ahora no vende nada, no tiene fuerzas para tirar del cesto, ni para arrastrar más su vida por las empinadas calles del barrio del Realejo. Ahora sólo pide, se sienta en un banquillo de madera y espera ver caer alguna moneda, como caen las hojas en otoño, igual que bajan los gorriones a rebuscar algo de alimento.
Una tarde de invierno pasé a su lado y le dí una moneda la más grande que tenía. Ella me miró fijamente y me guiño un ojo diciendo
-."guapo".-
No sé si fue un piropo comprado o una manera de dar las gracias, pero realmente me pareció de una feminidad extrema.
Dicen que de joven fue puta, o la entretenida de un falso riquillo de pueblo;y aunque tampoco nadie lo pudo nunca asegurar ella nunca lo negó.
Soledad es valiente, porque la vida le ha abofeteado cruelmente, ha sentido caricias y golpes de hombres y las miradas lastimeras de beatas y santurronas de misa diaria. Tuvo un hijo, eso dicen, pero desapareció para siempre cuando se marchó a la mili, allá por Barcelona.
Soledad ahora no vende nada, no tiene fuerzas para tirar del cesto, ni para arrastrar más su vida por las empinadas calles del barrio del Realejo. Ahora sólo pide, se sienta en un banquillo de madera y espera ver caer alguna moneda, como caen las hojas en otoño, igual que bajan los gorriones a rebuscar algo de alimento.
Una tarde de invierno pasé a su lado y le dí una moneda la más grande que tenía. Ella me miró fijamente y me guiño un ojo diciendo
-."guapo".-
No sé si fue un piropo comprado o una manera de dar las gracias, pero realmente me pareció de una feminidad extrema.
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