DONDE RUGE LA CEBADA CAPÍTULO 3. ABRAHAM







Un silencio anormal acompañaba al shock que reinaba en la pequeña población de Oldprovidence. La calle principal, lugar donde más se podía sentir la existencia de humanidad del lugar, daba la imagen de un pueblo desierto, decrépito y olvidado. Y fue esa la sensación recibida por Abraham Grey, la única figura que podía ejecutar el peso de la ley en 30 millas a la redonda y que no fuese un casaca roja. Abraham no se había enterado lo que ya se sabía incluso en las poblaciones más cercanas a Old, como Littleport y Saint Mary, lugares no muy diferentes a el espacio de nuestros protagonistas. Recibió la luz cegadora del mediodía con una mueca de disgusto, poniéndose su gorro de tres picos de mala gana y ajustándose los pantalones a su gran cintura, mellada por las buena vida de aquel hombre que hacia ya dos décadas le había dicho adiós a lo que tuvo de atlético aquel cuerpo. 
A esto tenía que añadirle la resaca que tronaba en su cabeza, a la vez que se le sumaba la ya cotidiana reprimenda de su mujer, la cual sólo le pedía decencia a este viejo juez por el que tanto suspiró décadas atrás.

Nuestro gordo y menudo juez decidió encaminarse hacia algún lugar más poblado y no dudó la dirección, la taberna de nuestra querida Jenni y su viejo padre Brad. El caso es que aquel hombre siempre destacaba por su buen juicio, y en la taberna se encontró con una gran parte de los vecinos de aquella comunidad. 


En el momento en que las puertas del local chirriaron, una cantidad incontable de ojos le perforaban directamente los suyos. Intimidado por este recibimiento, demasiado silencioso en su opinión, avanzó lentamente hacia la barra para pedirse un café bien cargado con el que despertar a sus nervios.
-Dígame,¿Qué va a hacer?- las palabras salieron de la boca de varios vecinos, un tanto extrañados por la actitud del juez.

-Bueno pensaba pedir un café y un pan de centeno con miel, sentarme en mi mesa; la que está junto a la chimenea en deshuso y ponerme a leer la gaceta de la semana pasada- No sentaron muy bien sus explicaciones a ninguno de los presentes. De hecho, Sam Martin, que tenía un talento en sus manos para la creación de muebles y en especial en vestidores para las damas, estuvo a punto de cogerle por el cuello de la camisa para pedirle explicaciones, pues según él los casacas rojas iban a acampar  a sus anchas en Oldprovidence si no se daba fin a la situación.

Hicieron falta más de veinte minutos y tres tazas de café para que el protagonista de este capítulo, el degradado Abraham Grey, supiera del cadáver y de las extrañas circunstancias en las que fue encontrado.

-Sí, Brad. Este es uno de esos días en los que no merece la  pena salir de la cama, al menos en lo que a mi respecta- las palabras salieron directas de su boca mientras se aproximaba a la puerta bajo la atenta mirada de la mitad de Oldprovidence.

Antes de que pudiera tocar el picaporte, la vieja y chirriante puerta de madera se abrió de par en par, dejando a la vista un número considerable de uniformes rojos impecables.

-¿El juez Abraham Grey?- Una pregunta directa como un disparo sin remordimientos salieron de los labios del hombre al mando de los soldados británicos en Old, .

Abraham asintió. Sonrió mostrando sus dentadura marrón, aún más por el efecto del café y los restos del oscuro cereal que se le había pegado en los incisivos, debido a la pegajosa jalea. No debieron de pasar más de cinco minutos, y aquel hombre, estresado de más por la cafeína y la presión social, se encontraba contemplando el cadáver bien blanco del viejo del molino; sobre una mesa que hacía las veces de camilla ,como de escritorio para la firma de defunciones, que por suerte , desde la última epidemia de cólera diez años atrás, no eran diarias; quizá algún vecino cada dos o tres semanas, aunque no era extraño las muertes en cadena, como si una maldición hubiese caído sobre aquel perdido lugar y concentrara las muertes en pocas semanas, para dejar meses sin que apareciera la muerte.
Estar en la morgue de aquel lugar revolvió las tripas a más de un casaca roja. Se podría decir que solo un soldado, el médico Williams White y el Juez Abraham aceptaban encerrarse en una sala dominada por la humedad, el calor y el creciente estado de putrefacción que, ahora sí, empezaba a corromper el cuerpo débil, huesudo y frío de aquel muerto.
Debió de haber pasado una del mediodía, cuando aquellos hombres salieron de esa sauna putrefacta. Las tripas de aquellos hombres hicieron que estos se dirigieran directamente a la mesas de sus apartamentos o a la de alguna cantina, como la taberna de Jenni y Brad, que dabían de haber servido ya los últimos platos de pavo confitado con ciruelas y pastel de limón sobre base de galleta; todo ello bajo una cascada de fría ale en jarra de madera local.
Abraham sabía que si no quería más líos aquel día, que ya se le estaba haciendo largo de por sí, debía volver a casa, donde su mujer le habrá dejado un plato frío de sopa de cebolla y un buen pedazo de hogaza para mojar. Esto no levantaba el ánimo de un hombre que sólo pensaba en las copas que debería meterse en el cuerpo aquella noche para caer en un sueño del que no despertase hasta un día después. Pero antes de dar el primer paso, el médico White le paró, poniéndole sutílmente la mano en el hombro.

-Señor, no he querido comentarlo delante de los hombres de la patrulla, pero este cadáver no es normal. Es como si , no sé, como si el mismo demonio hubiese venido al viejo molino y se hubiese ensañado con el difunto.

-Creo que me he dado cuenta por mi mismo- Abraham disponía a irse, pero William White no era el hombre que dejaba una advertencia por dar.

-Verá no se como decírselo, pero más nos vale que haya sido el propio lucifer, castigando por algún pecado imperdonable a aquel hombre, pues no es normal extraerle el páncreas a un muerto. ¿Verdad?

La cara del viejo juez se tornó aún más blanca de lo que podía estar tras esa dura sesión en la morgue. Intentó sacar fuerzas y contestar algo, pero lo único que hizo fue asentir agachando la cabeza y avanzar camino abajo hacia su hogar o, al menos, a algún lugar domnde poder digerir lo que acababa de escuchar.
Había visto cadáveres que dejaban entrever un alto grado de odio, de violencia. Pero nunca había escuchado algo como la extracción de órganos. No, eso nunca. Nunca en Oldprovidence.

Decidió apartarse un poco de aquel lugar, ahora lleno de terror, desconfianza y miradas incriminatorias, que le exigirían una cabeza de turco rápida con la que dar fin a esa situación. Se situó debajo de un gran nogal, aprovechando el respiro que la sombra podía dar a esas horas centrales del día. Decidió cerrar los ojos, escuchar el viento entre la cebada y los pájaros en bandada. Respiró hondo, llenando de pura libertad aquellos pulmones tan empalagados por la anterior atmósfera.
La paz se vio alterada de nuevo, ahora por la presencia del ya conocido Jeremiah, el joven hijo de uno de los carpinteros de Old, estudiante de derecho.

-Señor acompáñeme al molino, seguro que daremos con algo.- Fue algo imprudente empezar a hablar sin siquiera presentarse

-Y tú ¿Quién eres?- Preguntó el viejo Abraham con un solo ojo abierto y la lengua remojándo sus labios.

-Me llamo Jeremiah y estudio derecho como hizo usted. Quiero ser su aprendiz y dar con el culpable- Habló un joven pecoso y sonriente, con la coleta saliéndose del sombrero, cuya sombra se extendía pa lo largo de las innumerables espigas doradas.

Los ojos del juez miraron a los del chico con detenimiento, con la tranquilidad de alguien que se sabe superior al que tiene delante. Algo tuvo que ver en ellos pues lo siguiente que hizo fue alzar su brazo izquierdo para que el joven le ayudase a levantarse. Algo tuvo que ver en los ojos de Jeremiah. Actitud. Pasión.Determinación. Algo que a él le iba a hacer mucha falta.



Ángel Cuesta Bascón

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