DONDE RUGE LA CEBADA CAPÍTULO UNO 1.EL MOLINO

DONDE RUGE LA CEBADA
CAPÍTULO UNO
1.EL MOLINO

No corría ni una brizna de aire aquella noche en Oldprovidence. El viejo molino se
encontraba dormido, como si sus aspas se hubiesen silenciado con aquel paraje. Sus
carcomidas paredes, las que en un tiempo se barnizaron de un amarillo mostaza, orgullo de
aquel joven que ya no se sostenía sin su muleta, daban un tanto de pena y dejaban intuir el
deterioro de aquella población, cuya industria se había trasladado a urbes más prósperas
como Nueva York o Boston. Ambas unas millas más al norte de aquella, la que antes se
veía como la capital de producirse una esperada independencia por parte de los jóvenes
colonos ya entrados en años.
Una tranquila noche sonorizada únicamente por los búhos, que hacían de la noche su vida.

Pocas eran las ventanas iluminadas de aquellas edificaciones, las más altas sin superar los
tres pisos. Una de ellas, la única que permitía adivinar rastros de actividad humana, era la
taberna de Jenni, cuyo padre con orgullo había bautizado como “Newpride”, tras haber
hecho algo de fortuna con el comercio de tabaco, antes reservado sólo a españoles.
Dentro de la taberna fornidos hombres se manchaban de tibia cerveza, al chocar esas
grandes jarras de cerámica revestida, sus arrugadas y abiertas camisas de algodón. La
mayoría de estos hombres no llegaban a los cuarenta y cinco años y ya eran padres de una
media de cuatro hijos. Labraban el campo. Centeno, cebada y trigo, así como la avena,
llenaban los grandes graneros a las afueras de la población, donde grandes cúmulos de
heno marcaban el territorio de las pequeñas e individuales granjas donde los cerdos y
pavos engordaban para acción de gracias y , las gallinas, daban el desayuno de todos los
días.
A pesar de contar con un pequeño puerto que había cosechado una serie de buenos años,
gracias al comercio del grano, las últimas sequías y la inmigración que poblaba otros puntos
del mapa hicieron el trabajo para dejarlo funcionar como entrada de mercancías pequeñas y
pescado proveniente de los caladeros del Atlántico

Uno de los hombres que se movían por la taberna vestía el hábito, algo sucio por el polvo
que producía pasearse de la iglesia, situada al final de un pequeño montículo cerca de un
pequeño faro primitivo, hasta la cerveza nocturna. Si bien el sacerdote Dewey era un gran
aficionado al vino que provenía de los grandes buques que llegaban a Boston provenientes
del continente, esa noche había optado por una variedad de sidra local, algo más fría y
dulce que la que servían en Nueva York o Philadelfia. No podía evitar sentirse algo nervioso
y angustiado cuando escuchaba, a veces a susurros si hacían acto de presencia casacas
rojas, a veces a voces, cuando las mejillas ya estaban rojas, expresiones de secesión e
independencia. Posiblemente porque él había vivido ya el ímpetu de la juventud y sabía los
problemas y desilusiones que podía traer aquellos sentimientos tan propios de los
corazones jóvenes.
Más de una vez había avisado Jenni y a su padre Brad del peligro que corrían si dejaban
que su local se convirtiera en un lugar para reuniones clandestinas. Parece que Brad hacía
oídos sordos, pues siempre, tras los avisos del reverendo, regresaba con un buen plato de
tocino chorreante y patatas cocidas para mantener la boca ocupada de aquel hombre con
tan buenas intenciones.

Con la salida de la última pareja de oficiales; algo nuevo en aquel pueblo, que habían sido
trasladados haría cosa de 40 días por la escalada de tensión vivida en Boston, las voces,
ebrias pero firmes, comenzaron a hacer acto de presencia y a dejar muy mal parados a
aquellos dos nuevos forasteros, que no se habían quitado el uniforme desde el primer
momento que pisaron Oldprovidence. La suerte corrió de parte de la casa, y es que el gallo
cantaría en apenas seis horas, lo que sirvió de excusa para que jenni vaciara la estancia y
fingir limpiar la barra, salpicada con las manchas del puré de guisantes y el pastel de carne
que había preparado para el almuerzo. Su padre no dejó que recogiera, a pesar de la
insistencia de esta, y le aconsejó acostarse sin entretenerse en la actividad de la lectura,
uno de los pocos entretenimientos de aquella joven de 20 años. Con edad y no habiéndole
conocido pareja alguna, ni siquiera insinuaciones, podría deducir una gran timidez e
inseguridad en aquella chica que no mostraba síntomas de debilidad en un entorno tan
masculino.

La lluvia empezó a hacerse notar en la ventana de vidrio templado, que daban vida a las
estancias superiores de la taberna. Con sus pies encogidos por el extraño frío que acababa
de aparecer, y digo extraño porque no era común esas temperaturas en junio, se metió en
la cama, no sin antes agarrar una de las mantas que ya había guardado en el armario de
caoba. Este armario era una reliquia traída por el padre de su abuelo cuando este hizo
fortuna en aquellas tierras que por aquel entonces rebosaban virginidad. No tardó en
dormirse aquella noche. Aquella extraña noche de junio.

No todos aquellos habitantes hacían como Jenni. Algunos de ellos, como nuestro conocido
párroco, aún se hayaban realizando las últimas tareas de la noche. Con la débil luz que le
proporcionaba una vela exageradamente amarilla, escribía en un cuaderno al que los años
le habían dado una apariencia de ser algo con un gran valor sentimental, que no monetario.
Otro de nuestros personajes era el joven Jeremiah, hijo de uno de los tres carpinteros que
residían en Oldprovidence; este había desatendido sus estudios de derecho para volver a
acostar a su hermano pequeño que mostraba una gran energía los días de verano. El sueño
de Jeremiah era el de convertirse en un defensor de aquellos que iban a luchar por la
independencia de aquel estado. “No es lo que yo prefiero, pero harn falta muchos abogados
en los días que vendrán”. Esa había sido la respuesta de su padre, cuando el joven le
mostró su deseo por ejercer la abogacía.

Otra cantidad variada de caracteres habitaban aquel olvidado lugar de la costa Este. Todos
aquella noche noche durmieron, o al menos eso solían hacer. Lo que es seguro es que
nadie oyó un grito ahogado que se produjo bajo aquella intensa lluvia en forma de tormenta
veraniega. Un grito manchado con la sangre que se diluía con el agua que bajada desde
aquel oscuro molino que ahora sí emitía un sonido ensordecedor.

Ángel Cuesta Bascón

PARA SABER MÁS:
TRECE COLONIAS

COLONIZACIÓN DE ESTADOS UNIDOS

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