LA TIERRA HÚMEDA

LA TIERRA HÚMEDA

La tierra húmeda, negra y moldeable, se removía y amasaba por el movimiento de larvas, gusanos y escarabajos.
Frank escarbó con sus magullados dedos en la fría tierra, de la que hoy forma parte de un fértil bosque abonado por los cadáveres que descansan, bajo las raíces, de esos miles de árboles perennes, que dibujan sus empinadas sombras en el musgo.
Sacó una de las larvas más grandes, grisácea y viscosa. Andaba moviéndose entre sus dedos con calma.
Nunca es fácil la primera vez, pero cuando has pasado a aceptar que tus días se basarán en sobrevivir, comer gusanos se convierte en algo tan rutinario y sencillo, como el té de las cinco que  tan lejos quedaba ya en sus recuerdos.
Aún recordaba el confort que producía ver el humo ascender desde la taza; el calor que reconfortaba al bajar por su garganta la bebida endulzada; y la tranquilidad con la que sus labios se mojaban en la suave y delicada porcelana.
Esto le hacía recordar otros labios. Unos más suaves, lisos y jugosos. Unos labios rosáceos que no dejan marca en la taza. Recordaba como el vapor empañaba las gafas de aquella joven, que se ruborizaba cada vez que sorbía y la miraba. Ella se llamaba Elisabeth.
Los recuerdos de aquel prototípico verano inglés, con paseos en bicicleta y noches en la suave arena de la playa, humedecieron sus ojos.
La tierra que se introdujo en los ojos, al limpiarse las lágrimas, le devolvió a la realidad.


Se levantó y comenzó a andar por aquel bosque de olor a lluvia lejano del hojar. Mientras hundía sus botas en el lodo saludaba con simples caricias en la cabeza a otros jóvenes que, como él, acostumbraban a escribir cartas en sus momentos libres; con una caligrafía irregular en papeles amarillentos, arrugados y manchados de sangre y lágrimas.
Sus dedos se detuvieron en unos cabellos castaños, lisos y muy agradables al tacto. Aquella cabeza llena de sueños era de Sebastian. Joven parisino que cambió su boina por la gorra parda. Las pecas de sus mejillas le hacían más niño. Frank había cogido aprecio a aquel joven, que con 17 años ya tenía que enfrentarse a la incertidumbre de dudar en si había matado a un hombre, cuando disparaba , con las manos temblorosas y los ojos cerrados, el duro gatillo de aquel fusil con el que dormía.
Sebastian hablaba cada noche, en aquellos cuarteles con goteras de las trincheras, de la vida en París; una vida rutinaria que le aburría, pero que ahora se le dibujaba como un paraíso en la mente de los hombre que le escuchaban.
FranK se imaginaba desayunado en cafés, saboreando croissants untados en mermelada roja. Una mermelada que pintara los labios de elisabeth, haciéndolos más apetecibles.
Se imaginaba paseando por los bulevares con la única banda sonora de las risas de su amada y el canto de los pájaros.  Ahora sería capaz de disfrutar de aquellos rutinarios momentos, que tan mecánicos le solían parecer.
Sólo pedía a Dios sobrevivir para aprovechar aquella lección, que tan fuerte había pegado en la mente de aquellos jóvenes.


Cuando Frank llegó al cuartel saludó a un hombre mucho mayor que él y que poseía un bigote frondoso y bien peinado. Este se llamaba Damien. Frank podía verle los pies descalzos, blancos del frío. Sus calcetines estaban colgados de unos alambres que cruzaban el techo del cuartel. Allí se secaban a duras penas, mientras goteaban las gotas del agua encharcada que Damien había filtrado con ellos, para llevarse algo líquido a la boca.
Un lazo de amistad se había creado entre esos hombres tan dispares. A cambio de galletas inglesas, que le llegaban a Frank de la Cruz Roja provenientes de Devon, Damien le daba clases de francés.
Al caer la noche era normal encontrarse con la sombra de aquellos dos cuerpos, iluminados débilmente por un candil oxidado, de cristales rayados. Las sombras reflejaban a los dos hombres, encorvados, sentados en cajas de madera.
Frank expulsaba vaho por la boca mientras repetía las frases que Damien pronunciaba lentamente; con voz grave y solemne.

Los ojos verdes de Frank hacían ahora esfuerzo en dirigirse a la litera de Sebastian. Estaba como nueva. La disciplina que aquel chico mostraba distaba mucho de que aquella actitud juvenil, que aún mantenía en París. Su madre estaría orgullosa.
Encima de la almohada descansaba uno de los tesoros de Sebastian. Un soldadito de plomo; propio del ejército napoleónico. El padre del joven se lo dejó, como si de un amuleto se tratase, el día que Sebastian recibió la llamada del deber.
El soldadito estaba frío y su uniforme, azul, repleto de medallas; con un sombrero enorme, que distaba mucho de las corras y de los cascos abollados con los que Frank y millones como él cubrían sus cabezas aquellos largos días.
Recordó como en el estudio de su padre había una vitrina repleta de soldaditos como aquel. Una vitrina de caoba, siempre impecable e impoluta, repleta de hombrecitos firmes con las armas preparadas para entrar en combate.

Qué diferente era la realidad de sus días. No había uniforme repleto de medallas, sino un traje pardo, lleno de parches y manchas de heridas. Los ojos de esos soldaditos, que tanto le fascinaban, reflejaban ambición y vitalidad. Los de Frank, en cambio, gritaban en silencio su deseo por retornar al hogar. A esa casa frente a los acantilados de la costa este inglesa. No se podía creer lo maravillosa que había sido su vida en aquellos rutinarios días de Mayo, donde el desayuno a base de café, bollos con mermelada agria y huevos revueltos  se juntaba con el almuerzo, después de paseos con los pies descalzos por la fría arena. Lo normal se elevaba ahora como extraordinario.
Al día siguiente desayunaría un café filtrado en agua sucia, solo, acompañado de alguna galleta que mojará para ablandarla y hacerla comestible. Su paseo lo daría entre dos muros y calzando unas botas, dos números mayor que el suyo. Caminaría entre piedras, excrementos y quien sabe si algún cadáver antes de poder almorzar algo de sopa de rancia. Eso en el caso en que el paseo no se convirtiera en una carrera hacia la próxima trinchera, en medio de una danza de obuses y balas. En medio de grito perdidos en el estruendo, y en medio de hombres extenuados que caín a un ritmo constante; como si de una composición musical que tratase.

Ya de noche, encogido en su litera, debajo de un hombre que le doblaba la edad, Frank luchaba por soportar el frío entre los ronquidos y rezos en susurros de sus compañeros.
Recordaba el día en que se alistó. Vestía un uniforme impecable y una sonrisa que te resucitaba con nada más verla. Recuerda la foto que se hizo unto a Elisabeth, gracias a un fotógrafo ambulante que recorría la playa diariamente, atrapando el tiempo. Sabía que la sonrisa de la chica en aquella foto era forzada, y que sus ojos se acabarían volviendo rojos por las lágrimas. Ella fue quien peor lo pasó junto con la madre de Frank. Pianista en sus ratos libres y escritora de cuentos infantiles, donde fábulas sobre conejos y osos enseñaba a los niños lecciones de la vida.
Para estas dos mujeres los días, desde que Frank anunció su alistamiento hasta que marchó a Francia, se basaron en aguantarse la agonía en su interior; algo que les producía un dolor que volcaban en llantos, durante sus momentos de soledad.
Frank sabía que nunca le perdonarían. Que lo único que podía hacer era volver para que las almohadas de esas dos mujeres se secaran. Ese dolor era más fuerte que las heridas de las balas.


Todavía era de noche cuando aquellos hombres recibieron las primeras órdenes, después de que se escuchasen los primeros obuses y gritos procedentes del frente enemigo.
Este se encontraba a tan sólo 800 metros en línea recta del cuartel donde Damien ayudaba a vestirse a Sebastian , y Frank cargaba el frio y esado fusil. No podía evitar magullarse con aquellos salientes metálicos y la sangre de sus uñas empezó a discurrir por la culata.
Otros hombres realizaban su papel de siempre. Era unevitable. En aquellos días todos actuaban igual. Frank los observaba impasible. Los veía acabarse cigarrillos como posesos, terminándolos con un par de caladas entrecortadas por las temblorosas manos de aquellos hombres, lo que hacía que la luz procedente de aquellos cigarrillos se asemejara al vuelo de nerviosas luciérnagas.
Los más jóvenes, Sebastian entre ellos, tenían problemas para retener la orina, empapando los pantalones beige que pronto quedarían embarrados y, quien sabe, desaparecidos en el loco, acompañados de sangre, vómito y cenizas.

Frank corría a duras penas por el lodazal hacia la siguiente trinchera. Enterrando sus botas en la negra tierra, pisando cadáveres; mientras, los ojos llenos de tierra apenas le permitían ver los cadáveres a los que iba enterrando sus cráneos en la tierra que serviría de tumba.
Adelante atisbó a el cuerpo inerte de un muchacho joven, con marcas de pisadas sobre su pecosa cara. Lo recogió y puso de pie. No sabía si vivía; ni siquiera de si él mismo lo estaba. Arrastró el cuerpo de Sebastian, dejando las marcas de sus piernas un camino irregular que pronto sería tapado por más pisadas, cuerpos y cartuchos.
Apoyados en el frío y húmedo tronco de lo que debía ser un abeto, Frank abrazaba con un brazo a su joven compañero; a su amigo parisino, mientras que con la mano se tapaba un agujero de su pantalón por el que manaba una sangre muy oscura, casi negra. Su respiración constante se escuchaba más que las balas, hasta que una explosión cercana levantó una polvareda que le hizo cerrar los ojos.

Los magullados párpados del joven frank se abrieron con dificultad y el dolor en todos los músculos empezó a sentirse por todo el cuerpo del confuso muchacho. Todo este dolor se esfumó al notarse en el ambiente un leve olor a jazmín mojado, y a unos labios rosados y húmedos que reflejaban la luz entrante de las ventanas. Estos estaban en contacto con los suyos por lo que no podía ver con claridad, excepto a unas gafas de patillas metálicas y unas mejillas calientes que  no le dejaban respirar como debería.
La vuelta a la vida fácil era una tarea difícil. Las meriendas de magdalenas ablandadas con té con leche se le atragantaban cada vez que su cabeza volvía al frente. Cada vez que el amor por los hombres a los que sentía como hermanos y parte de sí mismo le hería por dentro. Fingir para pagar su deuda con su madre y su futura mujer. Ser un muerto viviente. Esto sin tener todavía los veintisiete años. El deseo de vivir que tanto anhelaba en los duros días de bosque y balas, se veían ahora perdidos por una vida en la que no distaba mucho la misión final de su situación anterior: sobrevivir.
La comedia negra que era la vida atacó la cotidianidad de sus días. Frank recibió de manos de un cartero de uniforme arrugado y calvicie prominente, multitud de cartas y paquete, atrasados por las medidas de guerra que se mantuvieron hasta unos meses terminado el conflicto. Entre diversos presentes, destacó el volumen de un diccionario de tapas raídas y lomos resquebrajados de lo que parecía ser un diccionario de Francés-Inglés como el que solía llevar Damien encima; y la figurita de un soldadito de plomo. Sus amigos habían estado viviendo todo este tiempo. Fue entonces cuando lo comprendió todo. Era momento de vivir.

Ángel Cuesta Bascón

Comentarios

Entradas populares de este blog

VIENTO

TU AMOR

OJOS DE ESTATUA