EL SANTO

R. entró despacio, sin hacer ruido. Es necesario el silencio, esa hoja en blanco, impoluta, en la que se iban a plasmar los sentimientos, Palabras escritas con aire y  pensamientos densos.
Al llegar ante el Santo se derrumbó a sus pies, las juntas de las baldosas le hirieron en las rodillas y pronto el frío comenzó a subirle por las piernas.
-.Esta me la debes, porque sabes que yo no puedo nada sin ti. Pero tú también sabes que el sentido de tu existencia es la desesperación de los hombres. Me la debes, porque me has vampirizado mis propias miserias para hacerlas tuyas.-

-. Me debes tu milagro, y espero que los resplandores de tus manos puedan abrir mares.-

-. Conozco el fuego de tu poder, conozco el terciopelo de tus palabras, y he sentido al frío de tu amor celestial.



-.Quiero tus lágrimas de perlas, dame una, sólo una para que la pueda llevar incrustada en mi frente, clavada como las espinas. Déjame que las golondrinas manchen su plumaje con el rojo de mi sangre. Dame la oportunidad de la gloria, la oportunidad de una muerte eterna para una vida infinita.-

-. Sí, dame esa muerte que te pido, morir a un recuerdo, a una vida entera vivida en un tiempo corto, morir a una vida que no he podido realizar.

-.Déjame comprar tu fuerza. Si me bendices arrancaré el oro que orla tu túnica para colocarlo en los pies de la miseria.  Si me escuchas, amaré cada hebra de tu madera, cada mota de polvo que se adentra entre tus pliegues.-

El Santo le escuchaba, y por momentos, pareció soltar de sus manos la corona de espinas que arañaba su fina piel de pintura.

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