EL ERMITAÑO

         El ermitaño se levanta cada mañana al alba y recita sus oraciones con parsimonia, con la monotonía del que sabe que puede ser o no escuchado. Su rostro está surcado por las arrugas nacidas del pensamiento, de una reflexión íntima, ligada al roce del viento y el golpe de las heladas invernales. Al salir de su ermita solía agarrarse el hábito marrón, previendo las ráfagas de la montaña, sintiéndose pequeño ante la grandeza de una naturaleza hermosa agresiva, viva y callada.
         Pasaron muchos días antes de ver a un ser humano, tal vez algún pastor o unos excursionistas curiosos, que pasaban a su lado en silencio, pensando el comentario que harían un rato más tarde.
Su soledad fue una opción, eligió el encuentro consigo mismo y con nadie. No hablar, no ver personas, no centrar sus sentimientos para dispersarlos en el monte, en el bosque, en el río.



         Elegir estar solo es intentar sentir el silencio para escucharse a si mismo, no ver otros rostros para no desfigurar el propio. El ermitaño es sabio, conoce los rincones de su propio género, de su más íntima existencia, se hace explorador de sus límites. Es la soledad como elección es momento de privilegio, pero nadie ama la soledad impuesta, igual que repugna el amor forzado o es falso el perdón no sentido.
         Buscamos soledad par sentir la vida por nosotros mismos, para experimentar la acogida de los momentos más personales, para  acariciar los propios proyectos . Estar solo es oportunidad de conocer, de captarse a si mismo, comprobando que existen fronteras y límites, que poseemos una geografía existencial.
Y este conocimiento es el que me da la oportunidad de llegar a ser feliz, de amar a ese hombre que soy yo.

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